domingo, 17 de abril de 2011

Fiesta


La fiesta estaba en todo su apogeo cuando llegó al castillo. A la entrada, el aparcamiento era una feria de coches de lujo. Los multimillonarios, casual wear, cloqueaban de tú. Sonreían inclinando sus cabezas; canosos engominados ellos, de tintes claros con exóticos cardados ellas; educadamente a un lado. Eran como un rebaño de ovejas de juerga. La negra era él mismo, que habiéndose encontrado una tarjeta en la acera, se dirigió a la fiestecilla para sortear el aburrimiento, sin otra pretensión. Arrancó la orquesta y un sirviente sacó bolsitas de confeti dorado y le dio, confundiéndole, tres de ellas. Se las tiraban por la cabeza a las señoras de cabello blanco, a las de rubio platino, a todas las brujas. Ellas reían mientras bailaban la conga en procesión. Las más jóvenes rondarían los ochenta. Alguna ricachona se acercaba hasta él, ¡a mí, chico, a mí!, él arrojaba entonces un puñadito a la pelota de la vieja y ésta se reía a carcajadas. Bebió con ansiedad tratando de entender lo que pasaba. Era polvo de oro — le dijeron los camareros. No podía creerlo, se podía haber guardado las bolsitas ¡y no quedaban más! Pedazo de gilipollas soy, pensó.

Bebió más y rió con ellos a carcajadas. Empezaba a divertirse. Salió hasta los invernaderos, y cogió dos bolsas de estiércol. La fiesta seguía, se subió a una silla y empezó a arrojar el abono a todos aquellos majaras. Se reían a carcajadas, pedían más. ¡Tomad mierda, abueletes! Algunos abrían la boca y les daba un puñadito, ¿está bueno, eh? ¡Se acabó, voy a por más! Se dirigió a la cocina y tomó las bolsas de basura. Una joven vestida de uniforme y cofia le ayudó a seleccionar los trozos más nauseabundos y se convirtió en fiel aliada y asistente de campo. Repartieron al son frenético de Pérez Prado todas las existencias. Abrieron los sacos de comida de los perros y los repartieron con gran regocijo de aquellos maduros triunfadores de la industria y las finanzas, de la política y de la justicia. Tres lacayos díscolos, que no estaban de acuerdo, trataron de detenerlos y poner fin a la enloquecida fiesta, llamando a los escoltas.

La pareja corrió, pertrechada con cuatro botellas de whisky, y atravesó los jardines. Salieron a la carretera y se largaron canturreando. Ensayaron unos saltitos a compás y, cogidos de la mano, vieron abrirse el día entre los árboles centenarios del bosque. Más tarde, se casaron, compraron una recoleta casita de campo y un encinar donde criaron una hermosa piara de cerdo ibérico. Pero los criaron en dehesa, en digna competencia de espacio y libertad. Libremercado de la bellota, decían en broma. La explotación creció y creció y se hicieron de oro. Un día, ya octogenarios, se fueron a una fiesta.

© Guillermo Escribano

5 comentarios:

Francesc Cornadó dijo...

Magnífico Guillermo. Esto es lo que ocurre, el reparto indiscriminado de basura, de mierda y de oro y todos tan contentos.
Salud
Francesc Cornadó

Francesc Cornadó dijo...

¡Ah!, otra cosa, el dibujo me ha encantado.
Salud
Francesc Cornadó

Guillermo Escribano dijo...

Gracias, Francesc
La generosidad del reparto corresponde a la misma intensidad de la demanda y, como bien dices, todo es alegría y contento. El dibujo corresponde a un desfile dionisíaco.

Salud y buen vino

Etoile dijo...

Descubierto tu blog, leído tus escritos y unida como seguidora sin remedio al poder de esa lectura tan atrayente, besossss

Guillermo Escribano dijo...

Mil Gracias, Etoile
Nos leemos,
Soy devoto del Habla nº6 (si no me equivoco es el Syrah ), bueno el nº7 tampoco es manco.
Sin embargo las "mejores letras" son las del Habla del Silencio 2009.
besos