viernes, 5 de noviembre de 2010

Prefacio a "La edad de la tierra" -Hans Holb

En la Isla de Los Pinos, el autor, presa de un sobrevenido pánico mental, regresa a Madrid, tras recibir noticias de la desaparición de Hans Holb en Gibraltar, pero el folletín continúa.......

Habían transcurrido dos semanas desde mi regreso desde Gibraltar. Me recluí en las aguas remansadas y al abrigo de la rutina y la cotidianeidad. A pesar de ello, cada vez que me sentaba en el despacho biblioteca que antes había sido de Hans Holb en mi apartamento de Madrid me invadía una mezcla de añoranza incógnita y de asco y repulsión sobre las últimas actividades conocidas de Hans. Desaparecido en una diminuta isla del Archipiélago de Nueva Caledonia, el que fue brillante investigador, luego flipado y compañero de mujeres por pares, había vagabundeado por muchos rincones y emprendido diferentes empresas de trágico final: asesoría tecnológica con fines oscuros, magia simpática para evadir bienes o personas, training taoísta, tráfico de uranio y otras actividades que había ejercido hasta terminar regentando una especie de antro porno con la práctica del bestialismo como principal atractivo. Por el camino había destruido el sueño melómano de un millonario que quiso convertirse en un creador a escala. Ayudó también a la evasión de los últimos supervivientes de la anomalía cuántica que dio en comunicar los hombres y mujeres gato con el universo humano conocido. Burló las agencias de investigación de medio mundo. Empezó construyendo teorías de laboratorio, siguió destruyendo realizaciones diabólicas de otros y terminó reconstruyendo un universo amenazado por otro, humano y depredador, que nos albergaba como individuos y como especie animal. Finalmente parecía decidido a subvertir el orden natural y moral de este mundo de cuyas garras había liberado a Laurette y a sus seguidores gatos.
En un gesto desesperado por mantenerme alejado de esta locura insensata que me llevaba a comprender los actos y tribulaciones de Hans Holb como consecuencia lógica de su descreimiento en el materialismo científico y su afán liberador, mande tirar tabiques y estanterías y mandé reformar íntegramente el que había sido su piso antes de que lo adquiriese a sus dos ex mujeres, Amparo y Clemencia. Metí sus manuscritos en una vieja maleta y la cerré con un candado. Guardé el disco duro que me llegó de San Francisco y varios recuerdos de viajes exóticos en una caja y la precinté. Cuando tenía planificada la obra, me trasladé a una habitación de un modesto hotel cerca del apartamento para seguir la obra de cerca. Me llevé lo imprescindible para ir y venir de mi trabajo burocrático en la Universidad.
En dos meses la obra finalizó y estaba preparando una modesta fiestecilla para inaugurarlo con mis amigos más cercanos, cuando recibí una llamada de Alan Neville desde su dorado retiro en Gibraltar, donde permanecía nueve meses al año. Su antiguo segundo de cocina, que fue contratado por Hans para su restaurante espectáculo en la Isla de Los Pinos, había dado señales de vida, estaba enrolado de nuevo en la misma compañía de cruceros de lujo donde habían compartido casi cuatro años de profesión. Había recalado en su paso del Estrecho hacia el Mediterráneo y no le fue difícil localizarlo entre los jubilados de la Colonia. La noticia era que Hans había sobrevivido al tsunami, que a él mismo lo había transportado, herido, a hombros y salvado la vida. Pero perdió a sus dos mujeres, arrastradas sin remisión hacia un océano que las envolvió en aquella gigantesca ola y que las llevó con sus compañeros de función a alguna remota sima donde descansarían sus esqueletos, limpios de la pecadora carne, sin envoltura. Hans había llorado la desaparición de las hermanas Kabeu hasta que emprendió una frenética actividad dedicada a recoger y salvar a todas aquellas almas que no acertaban a huir, primero de la violencia asesina de la ola, luego de los estragos en las pocas infraestructuras que fueron cediendo en la isla y finalmente el hambre y las enfermedades tras toda esa devastación. La ola había penetrado y barrido la isla desde Kuto Bay, al Oeste, y había sumado el efecto de uno de los temporales de esas latitudes altas que avanzan con los vientos predominantes, con sus tremendos latigazos y bramidos, al originado por el temblor de la corteza submarina sumando sus amplitudes y enfasando sus efectos de destrucción hasta casi el infinito. La ola alcanzó la altura de unos cincuenta metros y penetró desde la bahía de Quameo y la de Gadji, y toda la costa occidental. Solo algunos habitantes de la Bahía de Upi y Maurice en el extremo oriental habían salvado sus cosas. Los pocos supervivientes de Kuto Bay fueron conducidos por un solo hambre, Hans Holb, hasta situarlos a salvo en la parte más alta de la isla, en las cuevas de la conocida gruta de la Reina Horthense, muy cerca del aeródromo de la Isla. El médico y los empleados del hotel Mèridien habían perecido en un segundo embate del mar. Cuando los primeros helicópteros con ayuda sanitaria llegaron al alto donde se situa el aeródromo y desde el que se divisaba el destrozo y los restos esparcidos de la Bahía de Quamco, Hans con la ayuda del cocinero y varios voluntarios habían conseguido improvisar un hospital de acogida en las sólidas cabañas que servían de sala de espera del pequeñísimo aeropuerto. Allí se trasladaron desde la Gruta cuando las condiciones lo permitieron.
Agradecí a Neville que cumpliera el trato que cerramos en la terraza del Rock Hotel. Quedamos en vernos en Madrid pues había decidido pasar unos días aquí. Se celebraba una convención de cocina del mar y se rendiría homenaje a varios chefs de la vieja escuela, ya retirados, de doce nacionalidades diferentes. Neville era uno de ellos. Deseaba aprovechar el evento para recomendar a su antiguo segundo, ya cocinero titular, porque éste seguía deseando largar el ancla en algún buen tenedero. Tras colgar el teléfono, mi cabeza se enturbió de nuevo. El hecho de que Hans siguiera con vida y habiendo transcurrido un año de los hechos que la casualidad quiso que escuchara de labios de Neville en Gibraltar, se conjuraba un inquietante indicio: en cualquier momento Hans Holb reaparecería en mi vida con la misma violencia traicionera de aquel tsnami. Pocos días después, la presunción se convirtió en los hechos que partir de ahora serán relatados con toda la objetividad e indiferencia que me sea posible.

2 comentarios:

Francesc Cornadó dijo...

Está muy bien escrito. Hans Holb es un gran inspirador.

Salud

Francesc Cornadó

Guillermo Escribano dijo...

Gracias, Francesc,por tu apoyo y generosidad. Efectivamente, este Holb dará todavía juego. Vuelve el folletín...si es que alguna vez se fué.

salud