lunes, 8 de noviembre de 2010

Capítulo primero (1º entrega) - "La edad de la Tierra"

Imagen de Upi Bay en el centro oriental de la Isla de Los Pinos (libre uso en Wikipedia)



Capítulo primero -

Si quieren saber la edad de la tierra, observen el mar durante un
temporal…/…una apariencia de cana edad, mate, sin destellos, como si hubiera sido creado antes que la luz misma

Joseph Conrad


Otto Müeller estaba agotado tras una semana de trabajos de acogida, búsqueda de medicinas entre los restos de aquel trozo de tierra y de redistribución de alimentos con la ayuda de los moradores de las zonas menos devastadas de la Isla de los Pinos. Apenas había dormido dos horas seguidas, acurrucado en cualquier rincón o sobre un colchón improvisado con ramas de arbusto y palmera sobre el suelo de las cabañas del aeródromo. Se movió entre una treintena de heridos a los que ayudaban los supervivientes de la parte más oriental de la isla. Otto era, a pesar de su edad, el más fuerte de los que quedaban. Pero, agotado, el gigante se derrumbó y cayó bajo los efectos de una fiebre lúgubre y enloquecedora. Los delirios de Hans Holb, verdadera identidad de Müeller, resultaban incomprensibles a los oídos de los que, salvados por su incondicional entrega, ahora le lloraban mientras elevaban plegarias y ruegos por su sanación a las deidades canacas. Entre rezos, esperaban que las condiciones atmosféricas permitiesen a los helicópteros, que ya habían arrojado víveres y medicinas, aterrizar con médicos y personal sanitario.
Theodoros Tsalohuidis, el cocinero que trabajaba para Holb en el restaurante espectáculo, con su cabeza vendada y una pierna entablillada, no se movió de su lado y permaneció refrescando su cuerpo tumefacto con lo que tuviera a mano. Prestaba atención a la dentadura que castañeaba del alemán y pudo escuchar, entre murmullos, las alucinadas cavilaciones de Holb, mientras cuidaba de la mochila que, desde el primer instante y hasta caer derrotado por el agotamiento y la fiebre, nunca había soltado.
Una tarde, la curiosidad del griego le llevó a abrir con inocente y paleta cotillería la mochila. Lo que pudo observar de entrada, no le sorprendió, era una fortuna en billetes, fruto de las últimas recaudaciones, aunque sabía que la mayoría del dinero permanecía en una cuenta bancaria en Noumea como le había contado Otto, su jefe. Lo que encontró asomando entre los billetes sí llamó poderosamente su atención, se trataba de cuatro pasaportes, con diferentes nombres y nacionalidades, todos con la foto de Otto Müeller. Sospechó que su patrón pudiera haber tenido algún problema con la justicia en su pasado, que era un agente secreto de algún gobierno, o quizás, un delincuente internacional. Para su forma de ver la vida las tres cosas venían a ser lo mismo.
Colocó la mochila en su sitio y ordenó el camastro y sus alrededores. Abrió un ventanal para refrescar el ambiente, abrigando a Holb de la húmeda brisa marina que ya había entablado su curso e intensidad habituales. Pudo oír la voz de la fiebre salir de la boca de su jefe:
—Los místicos ¡mierda!… ¿hemos estado perdiendo el tiempo? La mismidad…la taleidad de la existencia, de la realidad. Sin intermediarios… sin símbolos. Ahora veo sin fórmulas…sin palabras, ni pensamientos… sin imágenes. La calentura del amor al todo…del sexo. Eso es…eso. Sólo el ser es; el no-ser no es…la paradoja de Parménides…si sólo el ser es, si no hay nada fuera…no puede haber cambio… el cambio es una ilusión…o, peor aún: la ilusión es el cambio del ser. ¡Mundo de ilusos!
Theo no lograba entender esas divagaciones, le parecían fruto de alguna maquinación oscura que tuviera su origen en el turbio pasado de Otto y que la fiebre alumbraba desde su interior. Quizá, pensaba Theo, su patrono, que acababa de perder sus dos compañeras de cama y sexo, ya clamaba por nueva compañía. Pero la lucubración continuaba:
—No, no. Mira la cosa, pero no la contemples en sí misma…no mires al nóumeno. Lo que contemplamos, ¡idiota!...lo que vemos… son abstracciones de la realidad. Sí, son símbolos…símbolos matemáticos de la realidad. Joder…si no son más que ecuaciones diferenciales…algunas bastante abstractas. Nuestra investigación no es más que eso, lo dijo Bohr,…algo puramente simbólico.
Para Theo ni el contenido ni el ritmo entrecortado del discurso le decían nada, pero le sorprendieron los gestos de dolor del alemán que yacía en la cama, como si estuviera asistiendo a un doloroso parto.
Llegaron las ayudas internacionales. Aterrizaron los envíos de material sanitario y alimentos de primera necesidad. Junto a las cosas, los médicos y con ellos, los cámaras y periodistas de las agencias de prensa y de televisión. Cuando Theodoros Tsalohuidis iba a ser trasladado a la capital, renegó y quiso quedarse junto a Otto Müeller, que bautizó como héroe alemán aunque se calló la parte más oscura del negocio en el que habían participado. Una periodista americana fue testigo de las explicaciones del griego a las enfermeras que iban a trasladarlo. Finalmente fue obligado y, antes de ser subido al helicóptero, se volvió hacia un pequeño canaco de apenas diez años de edad. Era de piel muy oscura, casi negro, pelo rizado y duro como alambre, e iba casi desnudo. Le gritó:
—Cuídale, Wanaro. Guarda la mochila y no lo pierdas de vista. En cuanto me dejen tranquilo estas marsopas vendré a buscaros. No lo dejes, amigo. Si necesitas dinero cógelo de la mochila y apúntalo como yo te he enseñado. Ven, dame un abrazo. —el chiquillo había corrido tras la camilla y se acercó a Theo al que plantó un beso en el mentón. Los ojos acuosos de Theo quedaron fijos en la figurita delgada y desnuda del huérfano mientras lo izaban a bordo.
Los barcos todavía no podían atracar en ningún embarcadero, destrozados todos, de la Isla. Un avión militar había llegado con piezas y un equipo de pontoneros improvisaba un pantalán flotante que permitiera atracar con máquinas excavadoras, tractores y grúas para la reconstrucción de las infraestructuras de la isla. Wanaro miraba absorto todo ese trajín de hombres de uniforme, cuando una periodista se le acercó con una barrita de chicles. Hablaron durante una hora. Wanaro contó la desaparición de sus padres y hermanos, cómo quedó a merced de una violenta corriente oscura agarrado a un mostrador de la tienda de suvenires de Ferdinand Kombouaré con extraña flotabilidad, cómo el alemán Monsieur Müeller se arrojó sin más precauciones a rescatarlo maniobrando el mostrador con sus grandes manazas hasta estrellarlo contra un pino derribado a través del cual alcanzaron otro y otro más, Wanaro siempre a hombros, hasta una loma a salvo de la destrucción porque, decía el pequeño, el mar corría dando patadas y arrancando todo, la tierra y las plantas, de su sitio. La periodista americana le pidió que la llevara hasta la camilla del alemán.
Hans Holb dormía. La fiebre había descendido. Colocaron los tubos y las bolsas adecuadamente y la cámara de televisión grabó su respiración alterada, confusa y profunda. Tras un panegírico sobre el héroe anónimo al que los doscientos cincuenta siete supervivientes de las dos mil almas que poblaban la isla rendían admiración y agradecimiento; la periodista se interpuso ante la cámara y Holb, entrevistando a la doctora que le atendía. Un caso más del brote de dengue anterior al tsunami, dijo sobre Holb la doctora. Luego hablaron sobre el parte médico global de los heridos y las medidas a tomar con los cadáveres esparcidos a la redonda. La periodista terminó con la conmovedora historia de Wanaro mientras este posaba acariciado por la corresponsal.
—Queridos amigos. La fatalidad se ha cebado sobre la familia de Wanaro y sobre l'île la plus proche du paradis, como reza su reclamo turístico. Va a ser necesaria toda la ayuda internacional para reconstruir la "isla más cercana al paraíso". Para todos ustedes, desde La Isla de Los Pinos, Natalie Andrews.
La escena se grabó a las 9:00 horas del día 7 de Octubre y su transmisión fue simultánea a muchos países vía satélite. Conectó en directo la cadena alemana ZDF, allí serían las 22:00 horas del día 6 de Octubre. También la BBC difundió el video y en Estados Unidos varias cadenas de la FOX y la CNN, allí eran las 16:00 en algunos estados. Fueron los servicios alemanes de la Europol los primeros, dos días después, que alertaron del asunto: no había, tras las oportunas averiguaciones hechas a instancias del mismo canciller de exteriores, ningún alemán llamado Otto Müeller registrado en el consulado del territorio francés de Nueva Caledonia. Tampoco la imagen de la TV correspondía a ninguno de los Otto Müeller registrados en cualquier otro país o que hubiera salido de Alemania, sin haber regresado, desde hacía diez años. Se sospechaba que el héroe alemán anónimo era, cuanto menos, equívoco o tenía una falsa identidad. Desde allí se cursó la alarma al resto de agencias gubernamentales para cruzar la imagen registrada con las bases de datos de los elementos buscados sin descartar, de momento, ninguna calificación sobre la naturaleza de lo que podía ocultar el personaje que se hacía llamar Otto Müeller.

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