viernes, 12 de noviembre de 2010

Capítulo primero (2 ª entrega) - "La edad de la Tierra"

Sunset on Pines Island 2
By Neef - puesta de sol en la Isla de los Pinos from Wikimedia Commons

Hans Holb, conocido como Otto Müeller en aquel rincón del mundo, despertó débil y con un dolor profundo que emanaba del mismo tuétano de sus huesos donde la fiebre había trabajado a conciencia. Abrió sus ojos que atisbaron un cuadro entre las sombras de la semiinconsciencia: Wanaro acurrucado y dormido entre la mesilla de campaña y una bolsa de plástico medio abierta en la que asomaba la ropa y la mochila del alemán. Al rato le auscultaron, midieron la tensión arterial, la hicieron una extracción de sangre y tras unas preguntas le retiraron el oxígeno y el suero. Recuperaba su autonomía y un hambre atroz. Fue alimentado.

—Wanano. ¡eh, Wanano! ¡Despierta, maldito macaco!—gritó al chico que abrió los ojos alegre y sonrió a Holb mientras se acercaba a la cama —¿dónde está Theo? ¿Cuánto llevo aquí? ¿Cuándo han llegado todos estos?

Wanano se abrazó al pecho de Holb. Sus rizos entraron en la boca de éste que escupió apartándole un poco. ¡Qué cochino estás, lávate un poco! le espetó. El chico le contó cómo el griego había sido trasladado a un hospital de Noumea, junto a otros heridos, para evitar infecciones. Luego le dijo que Wanano estaba allí para cuidarlo y que guardaba todas sus cosas, señalando a la mochila, a las que nadie se había acercado. Luego le explicó como habían aparecido unos señores de televisión muy simpáticos que le había grabado, mientras estaba inconsciente. También habían grabado al mismo Wanano y le habían dado refrescos y sándwiches.

— ¿Grabado?— dijo haciendo esfuerzos por incorporarse—Ven, ayúdame, acércame la bolsa y los zapatos.

Cuando Natalie Andrews y su operador de cámara se dirigieron a entrevistar a Otto Müeller, notificados de su recuperación por los asistentes sanitarios, no encontraron en el nido del héroe alemán más que un sudario, sucio y arrugado. Había desaparecido, pero no iba a ser muy difícil encontrarle en la minúscula isla.
Hans Holb bajó hacia la bahía de Upi alejándose de la prensa y los soldados franceses enviados con la ayuda humanitaria. Antes de ello se dirigió a Wanano:
—Tú te quedas aquí. Si eres preguntado dí que he salido a tomar el fresco—Acarició los hilos de estropajo de la cabeza del niño— No te separes de ellos, se ocuparán de ti. Toma este dinero y guárdatelo. Úsalo sólo si es necesario.

Entregó al niño una bolsita de plástico sanitario llena de billetes y la anudó.

—No. Me voy con mi patrón Otto. No quiero dinero…no quiero quedarme aquí. Me voy con mi patrón Otto…donde sea. — Hacía pucheros y daba patadas al aire.
—Escucha, macaco. Quédate. No puedes venir. Quédate.Estudia mucho. Theo volverá por tí—le tocaba con su enorme dedo índice en el ombligo con aire disuasorio.

Se volvió y avanzó rápido colina abajo. Wanano le seguía a unos cincuenta metros. Holb le gritó:

—Bueno ¡ven acá! Te vienes hasta la playa y nos despedimos ¿ok?—y se acuclilló esperándolo con los brazos abiertos.

Wanano se hundió dentro del abrazo y caminaron juntos de la mano. Ninguno de los dos sentía el peso del mundo. Todo les parecía tan liviano como los rayos de sol que iluminaban los restos que flotaban en las aguas someras de la playa, como los animales hinchados y muertos que flotaban entre tablas y plantas arrancadas de raíz. Ya en la playa, Hans se sentó pensativo, cavilando alguna forma de escape. Pensaba que quizá desecharían las imágenes grabadas si no le encontraban, pero su desaparición, por otro lado, le daría más misterio al asunto, por lo que no parecía probable. Tendría que buscar un escondite seguro hasta que se relajase la vigilancia y pudiera huir de la isla.
Dos voces, una en cada oído, entonaban un réquiem de coros abisales; eran las voces de las hermanas Kabeu, cuyas sombras entrevió, forzando la mirada entre tres franjas, nítidas y sin mezclarse, que enmarcaban el oficio religioso: turquesa del océano, blanco de la arena, verde de los pinos. Cerró los ojos al recitativo y la pena se agarró a su corazón de hielo, fundiéndolo. Alguna lágrima rompió el cerco y regó el blanco orgánico de la erosión del tiempo.

1 comentario:

Francesc Cornadó dijo...

Vamos por el capítulo primero y me he quedado enganchado.

Salud

Francesc Cornadó