sábado, 27 de marzo de 2010

El árbol de Marzo


Miró hacia el jardín. El frío Marzo había retrasado las flores que solían mirar al cielo empinándose sobre las ramas del árbol del amor. Lo pensó mientras engullía un croissant. Luego, severo y parsimonioso, se embutió en la chaqueta blazier marina, botones dorados, brillante del abuso. El escudo familiar bordado en el trapo de seda que asomaba del bolsillo acompañó su altivo empaque cuando cerró el portón del palacete. Miró displicente las camelias rojas antes de atravesar la verja y tatareó el Addio del passato. Pensaba en la dama y la moribundez de Violeta, cuando, al cerrar la verja, el cartel — Vende Luxury Homes—cayó sobre la acera. Una muchacha desconocida, ágil y sonriente, lo recogió y lo puso en la mano del conde. Éste, agradecido, se dirigió a ella:
—Muchas gracias, señorita. A mis años ya cuesta doblar la espalda. Para mí, por otro lado, sería novedad. Su amable gesto ha impedido esa primicia. Si me permite el atrevimiento ¿puedo invitarla a tomar un café? Aquí mismo—señaló una cafetería.
—Vamos —y caminó decidida acompañando el gesto abiertamente caballeroso del conde.
En ese momento surgió un rumor casi imperceptible pero que les obligó a girar la vista hacia el jardín. Las yemas de las ramas del árbol crecieron, se abrieron y flores rosas irrumpieron, iluminándolo como candiles. Un encantamiento embriagador se apoderó del conde hasta que recordó que Judas Iscariote se colgó de un árbol como ese. La chica de la inmobiliaria ni se inmutó.

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Guillermo Escribano

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