viernes, 13 de febrero de 2009

La muerte del poeta.

El poeta universal, el celebrado nobel, terminó de expirar tras un largo coma que tuvo en vilo a la sociedad más ilustrada que había acompañado su larga agonía, pero era tal su popularidad, el alcance del seguimiento de los noticiarios de los sucesivos partes médicos, que el impacto de la noticia había llegado hasta la gran mayoría de los ciudadanos. Todo el país había celebrado en su día el premio como un hito en la historia de la literatura nacional: era un verdadero campeón de las letras. La delicada sutileza de sus versos y el emotivo discurso de la ceremonia de concesión del premio fueron portada en su día de toda la prensa.

El profundo y sereno lirismo de su poesía, la espiritualidad que, como un claroscuro acompañaba toda su obra, había sido celebrado y resaltado por la crítica y todo el mundo editorial. Desde un pequeño pueblo costero había nacido para la mayor gloria de la literatura hispana. La armonía de su mundo poético, que como un bajo continúo musicaba su obra, resonaba todavía en los oídos de sus seguidores, herederos de su colosal grandeza que ya le rendían escuela. Un genial y cercano guía que ahora les dejaba huérfanos de aliento, aunque su obra permanecerá inmortal para descubrir los más luminosos rincones del alma humana.

El equipo médico, un grupo de magníficos profesionales que intentaron en vano evitar el rapto de la muerte, deambulaba por los pasillos del hospital, esperando la rueda de prensa convocada unos minutos más tarde. Sólo el anestesista del equipo, un escéptico materialista, culto, leído y dolido por la pérdida del insigne escritor mantenía una insólita calma. Era hombre parco en palabras y de una inusitada entereza. Es posible que por la proximidad a la orilla de lo inconsciente y la cercanía a la raya de la muerte de su especialidad médica, estuviera en mejores condiciones que el resto para entender los procesos irreversibles de la naturaleza humana. Nunca había dicho una palabra de más, tampoco de menos y era de una franqueza impoluta.
El cirujano jefe, director del equipo y del propio hospital, leyó ante un cúmulo de flashes y de cámaras de televisión el parte médico de defunción. Un ruido de grabadoras y el rasguear de los bolígrafos anotando, acompañaron sus balbuceantes palabras, interrumpidas por algún sollozo, pues un nudo apretaba hasta el dolor su garganta. Terminó de leer y tras una serie de respuestas de índole técnica a las preguntas de los presentes intentó en vano dar por terminado el acto y abandonar el estrado.

Fue en ese momento cuando un crítico y ensayista, que cubría la información para la más importante revista de poesía, poeta en ciernes también, lanzó su pregunta:
—Doctor ¿podría decirnos a todos cuáles fueron las últimas palabras del maestro antes de perder la consciencia y entrar en el coma? —dijo quitándose las gafas y señalando con estas en un ademán abierto a toda la sala.
El doctor mirando a izquierda y derecha y buscando entre todo su equipo, titubeó y finalmente contestó:
—Pues, no sé…creo que el doctor Jarto, nuestro anestesista, fue el último que oyó sus palabras antes de inducirle el coma para evitar un sufrimiento innecesario — y pasó el micrófono con un deje de temor y tembloroso pulso.
El doctor Jarto, anestesista del equipo, carraspeó sobre el micrófono y dijo:
—Verán ustedes. Lo último que dijo…fue…agh…hum…lo último que dijo fue « doctor, doctor…me cago » — dejó el micrófono encendido sobre la mesa e hizo mutis por el foro.

Ninguna reseña ni ningún noticiero se hicieron eco de las últimas palabras del insigne poeta.


http://es.wikipedia.org/wiki/Danza_de_la_Muerte

1 comentario:

Secundina dijo...

Tu y yo sabemos que, a pesar de cierta licencia literaria, describes hechos reales. Fué en el Hospital Ruber