sábado, 30 de octubre de 2010

El cliente

Imagen cedida por: DamasArt ©
Cree que ha sido un leve pestañeo desde que quedó dormido, pero ha transcurrido más de un mes desde el accidente. Está sordo, mudo e inmóvil ante las dos figuras blancas que miran fijamente su cuerpo, envuelto entre cables y tubos. Una de las batas se acerca, le busca el pulso, le sonríe y mueve los labios hacia la otra que manipula y mira a unos aparatos con unas ondas y unos números. Los recita como una retahíla. Se miran entre ellos, sonríen, le miran a él, le sonríen ambos. Hace esfuerzos por corresponder con un gesto amable a esa atmósfera de apacible complicidad que invade la habitación. No consigue nada, es como una hortaliza manoseada en un puesto del mercado, ni entiende ni se hace entender, pero está allí, expuesto a la vista de todos.
Se duerme. Se despierta en un jardín de ramos y búcaros con flores. Desaparece una sombra blanca. Entra una mujer. ¿Su mujer? Elegante, pelo castaño, bastante pintada, guapa y rotunda. Le besa la frente, le acaricia el mentón. Mueve los labios. Llora. Se vuelve y se va. Se duerme. Se despierta. Entra otra mujer. ¿Su hermana? Más alta, rubia, ojos turquesa, delicada y hermosa. Le besa el mentón, le acaricia la frente. Mueve los labios. Llora. Se va. Se duerme. Se despierta. Entra otra mujer. ¿Una compañera, otra hija, una prima? Más baja, morena, alto moño, ojos felinos, sin pintar, natural y misteriosa. Le besa la boca, le acaricia la mejilla. Mueve los labios. Llora. Se va. Se duerme. Se despierta. Entra otra mujer. ¿Otra hija, una nieta? Estilizada y flaca, muy joven, pelo corto, rubio y lacio, ojos esmeralda, sin pintar, embutida en vaqueros, saltarina y alegre. Le besa las dos manos, le acaricia el cabello. Mueve los labios. Llora. Se va.
Se duerme y se despierta hasta en treinta y siete ocasiones. Casi siempre una mujer, alguna vez entran dos. Hasta cuatro han llegado a coincidir. Pero no se parecen entre ellas, salvo dos mellizas pelirrojas muy alegres. Le besan, le acarician, mueven los labios. Le quieren sin duda. Se duerme. Se despierta. Una señora mayor, pelo blanco ¿su madre? Gruesa, mucha perla y abalorio, enormes pechos, ojos negros, labios y contorno de ojos muy marcados, movimientos precisos y altivez escandalosa. Le besa en los dos carrillos, la boca, las manos, el cuello, lo entierra en besos. Mueve sin cesar los labios. Acomoda las flores, las sábanas, los tubos y los cables. Se acomoda ella misma en un sillón. Permanece un buen rato, acariciándole las manos. Sigue moviendo los labios. Se levanta. Llora. Sale del hospital y conduce hasta el Wild Horses con sus grandes luminosos de neón, azul y rosa pastel. Comprueba que todo está en orden y suspira. Recuerda que mañana tiene que hacer mercado y comprar hortalizas para toda la semana.

2 comentarios:

Francesc Cornadó dijo...

Cuando el tiempo corta las amarras de este barco que surcaba contra viento y marea todos los mares, aún quedan algunos cabos atados de mujer.

Salud

Francesc Cornadó

Guillermo Escribano dijo...

Gracias por tu comentario, Francesc. Como bien dices al final de la singladura hay que descrifrar los mensajes escritos en las amarras que nos sujetaron a la vida. En este caso, numerosas y sólidas.