viernes, 22 de enero de 2010

Agotamiento


Estamos en la parada, bajo la marquesina, en una calle ancha y solitaria. Un absoluto silencio nos envuelve como la neblina que empapa nuestra piel. La calle es larga y recta, perece infinita. Nuestros rostros cerúleos y nuestras miradas blancas, carecen de profundidad y brillo, son tan opacos como la niebla. Si pudiéramos ver al fondo de la calle, veríamos que a cien metros los edificios son ruinas en sus pisos superiores, como sombras de un bombardeo, a doscientos metros solo quedan en pie trozos de fachada y un poco más lejos, nada, la calle recta y larga se pierde camino de algún sitio ignoto.
Estamos esperando un bus para bajarnos en la última parada. Hay un matrimonio hierático y entre ellos un niño, cogidas ambas manos por sus padres, que conserva un halo de luz en la mirada y trata de desembarazarse de las manos que le aferran, intentando huir de la pareja. El leve susurro quejoso del niño rompe el silencio imperante. En ese momento el autobús se acerca movido por algún aliento extravagante, con el motor parado. Destino Atropos, reza el cartel. Conduce una mujer de negro.
Una docena de personas ocupan sus asientos con ojos sin pupilas, callados. Se abre la puerta sin hacer ruido alguno. Observo el pelo del matrimonio que me precede, es ceniciento, desordenado y con calvas. Tiran del niño que se resiste a subir al autobús. Aprovecho un instante de vacilación y arrebato el niño a sus padres, le empujo hacia la acera y logro gritar ¡corre, corre, aléjate y corre siempre hacia atrás! Entonces subo y me interpongo, impidiendo que lo atrapen de nuevo. No resulta difícil, todos estamos débiles, muy débiles, flácidos, sin tensión. Se conforman enseguida, acoplándose juntos en sus asientos. Yo, agotado, ocupo otra plaza y el autobús arranca hacia su destino.

Hans Holb
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